emperifollados

Yukio Mishima

Era la hora del descanso a mediodía, y las mujeres reían y bromeaban alrededor de la fogata. La arena aún no estaba tan caliente como para quemar las plantas de los pies, y el agua, aunque fría, ya no era tan gélida que obligase a las buceadoras a correr para ponerse sus prendas acolchadas y acurrucarse junto a la fogata en cuanto emergían del mar.

Las mujeres, desternillándose de risa, sacaban pecho y exhibían sus senos con jactancia. Una de ellas empezó a alzárselos con ambas manos.

–No, no, no está bien que te los subas. Si haces eso puedes engañar todo lo que quieras.

–¡Mira quién habla! Con unas tetas como las tuyas no podrías engañar aunque te las alzaras con las manos.

Las mujeres se echaron a reír y discutieron sobre cuál tenía los pechos mejor formados.

Los senos de todas ellas estaban bien bronceados, y además de no distinguirse precisamente por esa calidad misteriosa que proporciona la blancura, carecían incluso en mayor grado de la transparencia de la piel reveladora de las venas. A juzgar tan sólo por la piel, parecían totalmente insensibles, pero por debajo de la epidermis tostada el sol había creado un color lustroso y semitransparente, como el de la miel. Las oscuras areolas de los pezones no destacaban como misteriosas manchas negras y húmedas, sino que adquirían gradualmente ese color de miel.

Entre los muchos senos congregados alrededor del fuego, había algunos que ya pendían fláccidos y otros cuyos últimos vestigios eran solamente unos pezones secos y duros. Pero en la mayoría de los casos los músculos pectorales, bien desarrollados, sujetaban los senos en unos pechos anchos y firmes y no los dejaban caer por su propio peso. Su aspecto indicaba que aquellos pechos se habían desarrollado día a día bajo el sol, ajenos totalmente al pudor, como frutos en maduración.

Una de las muchachas se lamentó porque uno de sus senos era más pequeño que el otro, pero una mujer mayor y sin pelos en la lengua le dijo:

–Eso no es nada preocupante. Y el día menos pensado un pretendiente joven y guapo te los acariciará hasta darles la forma adecuada.

Todas volvieron a reírse, pero la muchacha seguía preocupada.

–¿Estás segura, abuela Oharu? –le preguntó.

–Claro que estoy segura. Conocí a una chica con ese mismo problema, pero en cuanto tuvo un hombre los pechos se le igualaron perfectamente.

La madre de Shinji se enorgullecía de sus pechos, todavía firmes y vigorosos, los más juveniles entre las mujeres casadas de su edad. Como si nunca hubieran conocido el ansia de amor o los sufrimientos de la vida, sus senos se erguían durante todo el verano hacia el sol, del que obtenían directamente su fuerza inagotable.


El rumor del oleaje, de Yukio Mishima (1954)

Ilustración de Joce Cova

El rumor del oleaje, Joce Cova, Yukio Mishima
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