emperifollados

José Donoso

¿Dormido? ¿Como ella? Acariciándolo —¿sólo se hacía el dormido y se dejaba hacer?—, lo devoró con sus besos, él inerte, fingiendo dormir, deliciosamente pasivo pese a estar de nuevo tan fuerte que ella lo montó a horcajadas, contemplando cómo se iba pronunciando, poco a poco, la sonrisa de sus labios entre su barba, a medida que, poco a poco, ella se iba hundiendo sobre él. Percibió que, llegando al fondo, y paralelo al escalofrío suyo, un escalofrío lo animaba sin que siquiera se moviera al haber reconocido toda la profundidad de Blanca, que quería ver otra vez ese escalofrío. Se levantó de nuevo, dejando a Archibaldo libre, repitiendo el maravilloso proceso de la gradual devoración desde el principio, y de nuevo, y de nuevo, para enloquecerlo, para despertarlo…, hasta percibir que Archibaldo apenas podía soportarla clavada allí, rotando, pero él sin moverse, como ella justamente quería que no se moviera aunque él con los ojos apenas entreabiertos gozara con el espectáculo de sus pequeños pechos bamboleándose, el baile de esas puntas que quería morder, el maravilloso pliegue de la cadera de Blanca uniéndose a su cadera para transformarse en el maravilloso animal bicéfalo y bisexuado del placer compartido… Ella, al acercarse al éxtasis, inclinó su cuerpo de modo que las puntas de sus pechos rozaran las puntas de los pechos de él, electrizándolo, los cuatro pezones activos y sensibles enloquecidos de sensación al acelerar ella su ritmo sobre ese hombre que fingía la muerte a causa del placer que ella le proporcionaba, el cuarteto de pezones sensibilizados que por fin él ya no pudo resistir, y abrazándola, la apretó a él, y ella se apretó y lo apretó a él en un orgasmo frenético que a ambos dejó tumbados.


La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, de José Donoso (1980)

Ilustración de NN

José Donoso, La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, NN
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