
Con una orden tajante al peluquero de a bordo, el teniente Seblon se hacía cortar el pelo casi al cero con el fin de lograr un aspecto viril; no tanto para salvar las apariencias como para poder tratar de igual a igual (así lo creía) con los buenos mozos. Ignoraba entonces que eso les hacía alejarse de él. Era de complexión vigorosa, ancho de espaldas, pero sentía dentro de sí la presencia de su femineidad, reducida a menudo a las dimensiones de un huevecillo de alionín, del tamaño de una pastilla azul pálido o rosa, pero que se desbordaba otras veces para desparramarse por todo su cuerpo, al que henchía de leche. Tenía conciencia de ello hasta tal punto que se veía a sí mismo como la encarnación de la debilidad, la fragilidad de una enorme avellana verde, cuyo interior, blanco e insípido, está hecho de una materia que los niños llaman leche. El teniente sabía, y eso le causaba una profunda tristeza, que esta femineidad podía advertirse inmediatamente en sus facciones, en sus ojos, en la punta de sus dedos, acentuar cada uno de sus ademanes llenándolos de blandura. Siempre estaba pendiente de que no le sorprendieran de repente contando los puntos de una imaginaria labor de señoras con una imaginaria aguja de hacer punto. Sin embargo, un día se le vio el plumero en presencia de todos los hombres al pronunciar ante nosotros la frase: «Cojan el fusil», ya que pronunció fusil recalcando la ese con tanta gracia como si todo su cuerpo se estuviera arrodillando ante la tumba de un bello enamorado. Nunca sonreía. Los demás oficiales, sus compañeros, le encontraban severo, algo puritano, pero bajo aquella dureza creían entrever una sorprendente distinción a causa del tono cursi con el que, sin querer, pronunciaba algunas palabras.
¡Qué dicha estrechar entre mis brazos un cuerpo tan hermoso aun siendo fuerte y alto! Más fuerte y más alto que el mío.
Divagación. ¿Lo sería? «Él» baja a tierra todas las noches. Cuando regresa, los bajos de su pantalón de tela azul, ancho y ocultando los pies, a pesar del reglamento, están manchados, quizá de esperma, a lo que hay que añadir el polvo de las carreteras que ha barrido con su bajo galoneado. Nunca he visto un pantalón de marinero más sucio que el suyo. Si le pidiera explicaciones, «Él» sonreiría echándose el gorro hacia atrás:
«Eso es de los tíos que me hacen pajas. Mientras me la chupan se la menean sobre mi pantalón. Eso son sus descargas. Simplemente.»
«Él» se mostraría muy orgulloso de ello. Lleva esas manchas con un impudor glorioso: son sus condecoraciones.
Querelle de Brest, de Jean Genet (1947)
Dibujo de Tom of Finland