Resultaba sofocante el calor cegador de las luces y el olor denso de las flores y de los vinos. Ella sentía una necesidad irresistible de juerga, un deseo de emborracharse, de divertirse de un modo sucio, como en otros tiempos, en sus comienzos. Unas cuantas copas más de champagne la colmaron, y se mostró de una alegría atrevida, ruidosa, mareante. Nunca hasta aquella noche la habían visto así, realmente tan graciosa, que ellos también se dedicaron a divertirse. Cuando se marchó Fonsègue, a su periódico, ella le beso, como una hija, según dijo, porque él la había respetado siempre. Al quedarse sola con los otros tres, les trató con una extraordinaria procacidad de lenguaje, que los fustigaba y los excitaba. A medida que se emborrachaba, iba brotando más impudor en ella. Su picaresco atractivo, que desconocía, estribaba, en su cara de virgen, en su aspecto de pureza ideal, bajo el cual se revelaba la más perversa, la más monstruosa de las cortesanas. Y sobre todo, cuando estaba borracha, tenía, con sus ingenuos ojos azules y su candor de lirio, fantasías diabólicas, como para condenar a los hombres.
París, de Émile Zola (1898)
Ilustración de Valentina, de Guido Crepax