"¡Oh, Dafnis, le dijo, tú amas a Cloe! Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase, enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en abrazo y en remedar a los carneros, sino en brincos y retozos más dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas, entrégate a mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced de las Ninfas, seré tu maestra."
Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz enamorado, se arrodilló a los pies de Lyaenia y le suplicó que cuanto antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lyceniale había de enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla y grata de lo que presumía, y empezó en seguida a instruir a Dafnis. Mandóle que volviese a sentarse a la verita de ella; que le diese besos, tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y por último, que se tendiese a la larga.
Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de lo que se usa. Naturaleza misma enseñó a Dafnis lo demás.
Dafnis y Cloe, de Longo (siglo II)
Pintura: Dafni e Cloe, de Paris Bordone (1555)