Me pareció, a través de la abertura de la pared, verla desprenderse de su falda marchita, que sin ella no era nada, y distinguí la forma de sus dos piernas. Acaso fue una ilusión, porque los ojos no me servían ya, no sólo por la falta de luz, sino también porque me cegaban el esfuerzo de mi corazón, los latidos de mi vida y todas las tinieblas de mi sangre…
¡Un grito me llenaba por entero! ¡Su vientre! ¿Qué me importaban sus senos o sus piernas? Tan solo como su pensamiento y su rostro, ya desdeñados. Era su vientre lo que yo perseguía, y porfiaba por alcanzar mi salvación. Mis miradas, pesadas como la carne, necesitaban su vientre. Siempre, a despecho de leyes y de ropas, la mirada masculina se lanza y trepa hacia el sexo de las mujeres, como un reptil hacia su guarida.
Ella no era ya para mí más que su sexo, no era sino esa herida misteriosa que se abre como una boca, sangra como un corazón y vibra como una lira. Y de ella se desprendía un perfume que me calaba por entero y que no era ya el perfume artificial que impregnaba su ropa, la esencia con que se perfumaba, sino el olor profundo de ella misma, montaraz, vasto como el del mar; el olor de su soledad, de su calor, de su amor, el secreto de sus entrañas.
El infierno, de Henri Barbusse (1908)
Ilustración de Peter Driben (1953)