emperifollados

Sarah Waters

El cuarto estaba gélido, tan frío que parecía un desatino quitarse la ropa y exponer al aire la piel desnuda; pero además violentaba un instinto más acuciante de conservar la ropa puesta. En el camerino del teatro yo había estado torpe, pero ahora no lo estuve. En un santiamén me quedé en bragas y camiseta y, al oír que Kitty despotricaba contra los botones de su vestido, me agaché para ayudarla. Por un instante, con mis dedos tironeando de ganchos y cintas, y los suyos tirando de los alfileres que le sujetaban el pelo o la trenza, se hubiese dicho que estábamos en los bastidores de un teatro, haciendo un cambio apresurado entre un número y otro.

Por fin estuvo desnuda, sin nada más encima que la perla y la cadena en el cuello; giró en mis manos, rígida y con la piel punteada de carne de gallina, y sentí el roce de sus pezones y del vello entre sus muslos. Luego se alejó y crujieron los muelles de la cama; al oírlos, no esperé a despojarme del resto de mi ropa, sino que la seguí a la cama y la encontré tiritando debajo de las sábanas. Allí nos besamos con más comodidad, pero más ardientemente que antes; y por último se le calmó la tiritona…, pero no cesaron los temblores.

Sin embargo, en cuanto sus miembros desnudos empezaron a tensarse contra los míos, me ganó una timidez súbita, sobrecogida. Me incliné sobre ella.

—¿De verdad puedo… tocarte? —susurré. Ella emitió otra vez una risa nerviosa, y ladeó la cabeza contra la almohada.

—Oh, Nan —dijo—, ¡creo que me moriré si no lo haces!

A tientas, pues, levanté la mano y le hundí los dedos en el pelo. Le toqué la cara: la frente, que se curvaba; la mejilla, con sus pecas; los labios, la barbilla, la garganta, la clavícula, el hombro… Aquí, de nuevo tímida, demoré la mano… hasta que con la cara todavía ladeada y los ojos cerrados muy fuerte, me cogió la muñeca y suavemente condujo mis dedos hasta sus pechos. Cuando se los toqué ella suspiró y se volvió; y al cabo de unos minutos volvió a agarrarme de la muñeca y la desplazó más abajo.

Allí Kitty estaba húmeda, y lisa como terciopelo. Por supuesto, hasta entonces yo nunca había tocado a nadie de aquella manera, excepto, algunas veces, a mí misma; pero fue como si me tocase yo misma, porque la mano resbaladiza que la acariciaba a ella parecía acariciarme a mí: sentí que mis bragas se ponían húmedas y calientes, y que mis caderas se zarandeaban como las de Kitty. Enseguida abandoné mis roces suaves y empecé a friccionarla con bastante energía. «¡Oh!», dijo ella, en voz muy queda; cuando aceleré la fricción, dijo otra vez «¡Oh!». Después, «¡Oh, oh, oh!»: una andanada de «¡Ohs!» tenues, veloces y entrecortados. Kitty corcoveaba, y la cama emitió un crujido de respuesta; las manos de Kitty empezaron a rozar distraídamente la piel de mis hombros. No parecía haber en todo el mundo más movimiento, más ritmo que el que yo imprimía con un solo dedo húmedo entre sus piernas.

Finalmente jadeó, se puso tensa, me apartó la mano y cayó hacia atrás, pesada y fláccida. La estreché contra mí y por un momento permanecimos muy quietas. Sentía su corazón latiendo locamente en su pecho; cuando se calmó un poco, Kitty se removió, suspiró y me puso una mano en su mejilla.

—Me has hecho llorar —musitó.

Me incorporé.

—¿Lo dices de verdad, Kitty?

—Sí, de verdad.


El lustre de la perla, de Sarah Waters (1998)

Acuarela de Helena Janečić (2021)

El lustre de la perla, Helena Janečić, Sarah Waters
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