Y al caer la helada, en las regiones donde muere el sol, cuando ya es de noche, la niña escucha algo más.
Un temblor, de paredes, de cuadros baratos que bailan en sus clavos, de una cama crujiendo, quejándose por el esfuerzo de sostener los cuerpos de dos amantes que encuentran una forma de compasión.
Gemidos, jadeos, palabras que no son dichas jamás de día, jamás en presencia de otros.
Besos que succionan la piel, cachetazos, mordidas.
La niña es llamada por esas voces y ese terremoto que ocurre en toda la casa.
Camina en puntas de pie desde su habitación hasta la habitación de los padres y se revela el origen de la perturbación, la mordida de sus padres en su vientre. Sabe que no pertenece a la escena, que no puede participar de ese fin de mundo, que la escena es para que ella la habite después en su imaginación.
La niña no tiene más de ocho años, tal vez siete.
Agradece su invisibilidad. A veces, corre un poco la cortina que separa el cuarto de sus padres del resto de la casa y los ve, desnudos, jadeando, el enredo de brazos, piernas, lenguas. Siempre su padre desnudo entre las piernas abiertas de su madre, como si la existencia de todas las cosas se hubiera retirado y ellos floraran en la nada de su deseo.
La invade un terror de muerte.
“El miedo y el deseo provienen de la misma raíz”, dirá Quignard muchos años después en El sexo y el espanto. Antes fue la escucha obscena, la exposición a la escena que finalmente encontrará en la escritura su voz definitiva, la voz del erotismo.
Regresa a su cama en puntas de pie y comienza a restregarse contra los bordes del colchón, o contra su almohada.
En una de esas noches, la niña tiene un orgasmo por primera vez. No supera los diez años. Sin embargo, es nítida la navaja que la abre desde el sexo hasta la garganta. Al mismo tiempo que sus padres hacen el amor y lo gritan para que la casa escuche, ella se desmorona en ese abismo que intentará recuperar una y otra vez hasta envejecer y convertirse en una mujer indeseable.
La noche de su primer orgasmo, la niña siente que va a morir.
Voy a morir, se dice. Y a pesar de la mano huesuda que le aprieta los tobillos e intenta arrastrarla al infierno por eso tan prohibido y a la vez imposible de evitar, no muere. Su cuerpo entero (y su alma) laten como si la niña fuera el corazón del animal del erotismo.
La pequeña crece sabiendo que en esa casa nunca fueron dos los que hacían el amor. Sin ella, el sexo de sus padres se hubiera extinguido.
La traición de mi lengua, de Camila Sosa Villada (2025)
Collage de Lucy Jones (2019)