Gino me repetía en el oído afanosamente dulces palabras y frases persuasivas, con la clara intención de aturdirme para que no me diera cuenta de que, entre tanto, sus manos procuraban desnudarme, pero no había necesidad de todo aquello, en primer lugar porque había decidido darme a él y después porque ahora odiaba aquellos pobres vestidos que antes me gustaban tanto y ansiaba liberarme de ellos. Pensaba que desnuda sería tanto o más bella que la dueña de Gino y que todas las mujeres ricas del mundo. Además, hacía meses que mi cuerpo esperaba aquel momento y, a pesar de mí misma, lo sentía estremecerse de impaciencia y de anhelos reprimidos como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, al cabo de largo ayuno, se la desata y se le ofrece comida.
Por todo esto, el acto del amor me pareció natural del todo y al placer físico no se le unió la sensación de estar cometiendo una acción insólita. Al contrario, como a veces ocurre con algunos paisajes que nos parece haberlos visto ya cuando en realidad es la primera vez que se ofrecen a nuestra mirada, me pareció estar haciendo cosas que ya había hecho, no sabía cuándo ni dónde, tal vez en otra vida. Todo ello no me impidió amar a Gino con pasión y con furor, besándolo, mordiéndolo, apretándolo entre mis brazos hasta casi sofocarlo. También él parecía poseído por la misma furia. Así, durante un tiempo que me pareció muy largo, en aquella habitación oscura, enterrada bajo dos pisos de una casa vacía y silenciosa, nos abrazamos violentamente, hurgándonos de mil maneras las carnes como dos enemigos que luchan por la vida y tratan de hacerse el mayor daño posible.
La romana, de Alberto Moravia (1947)
Pintura: Vertigo, de Tao Siqi (2023)