Arriba, la noche era irresistible, y las montañas de tinta negra se destacaban, por curioso efecto, sobre un cielo enlunado. Almendrita respiró con arrobamiento. Reinaba el silencio, cortado al paso de los autos por la carretera, y por las explosiones de voces que la brisa traía en racimos. Se filtraba la luz por las junturas de la puerta de Quico. Almendrita contempló la puerta en silencio. Meneó la cabeza y se encaminó resueltamente a su alcoba, al otro extremo de la azotea.
Empezó a desvestirse lentamente, como para dominar cierto temblorcillo que le vino a las manos. Se lavó, se arregló, enteramente desnuda y estudiándose frente al espejo. Dio a su cara unos cuantos toques, ligeros y acertados: los labios, las cejas, las pestañas, las ojeras, resaltaron poco a poco al conjuro de un «maquillaje» artístico y experimentado. Se echó encima una bata de muselina, ató a la cintura y la aflojó del busto y la falda, como con negligencia, hasta convencerse de que la bata se abría un poco al andar y también al mover los brazos. Y salió de nuevo a la azotea.
Otra vez resolló fuerte, queriendo absorber el embrujamiento de la noche. Se concentró un instante. Y, descalza y con pasos rápidos, se dirigió al cuarto de Quico. Empujó la puerta sin miramientos, y él la saludó con una furtiva exclamación, sorprendido, pero temeroso de que lo oyeran gritar.
Almendrita cerró la puerta tras sí y, contemplando al muchacho sin titubear, se le enfrentó y le dijo:
—¡Muy bonito! ¡El niño divirtiéndose solo! ¡Eso no se hace a tu edad!
—¡Cállese! —dijo él casi con el aliento y cubriéndose presurosamente con la manta—. ¡Váyase! ¿Qué busca aquí?
Y los ojos del muchacho, a pesar suyo, recorrieron golosamente las calculadas aberturas que mostraban los encantos de la mujer. En esos ojos había miedo, y empezaba a haber otra cosa, entre interrogación y esperanza.
—Dijiste que íbamos a darle gusto a la vieja histérica. ¿Verdad? —dijo Almendrita con un tonillo doctoral y avanzando hacia la cama de Quico, al tiempo que dejaba caer la onda de su bata. Estaba enteramente desnuda, los brazos abiertos, radiante de sensualidad, agitando el seno, en lumbre los ojos. Y continuó:
—¡Pues a darle gusto, que para eso son los hombres! Ahora me las vas a pagar todas… Y cayó sobre el lecho, enlazando imperiosamente el cuerpo del muchacho, mientras repetía con voz sofocada:
—Yo te enseñaré algo mejor que lo que estabas haciendo. Ahora vas a ver lo que sabe hacer la vieja histérica.
Se apagó la luz. Se oían rumores y jadeos, frases entrecortadas, suaves gemidos de gozo en que ambas voces se confundían.
Tras un instante de sopor, el muchacho acertó a decir:
—¡Qué sorpresa! ¡Qué felicidad! ¡Cuánto tiempo desperdiciado! ¡Lo que menos me figuraba! ¡Otro, otro, por favor!
—¿Otro? —dijo ella arrastrando un poco las palabras—. ¡Toda la noche! ¡Lo que es ahora no te me escapas! ¡Quiero vengarme de lo que dijiste!
Pero la venganza se resolvía en besos y caricias, rumores y jadeos, frases entrecortadas, suaves gemidos de gozo en que ambas voces se confundían.
Afuera, la noche tropical empujaba sus antorchas nupciales. Ahora las montañas eran doradas. De lejos, chascaban el freno los potros de las olas y cabeceaban las palmeras.
De la alcoba salía algo como una palpitación de alas invisibles.
Fragmento del cuento La venganza creadora, de Alfonso Reyes (1946)
Pintura: MILF Energy nº 7, de María Raquel Cochez (2020)