Helga sonrió y se tumbó sobre su costado. Un verano di clases al hijo de unos amigos españoles, en Mallorca, cuando aún pasaba los veranos allí con mi marido. Yo pensé que insinuaba que se había acostado con él, pero se escandalizó cuando lo di por sentado. ¿No sabes nada de alemán? No, nada. Entonces tocó mi nariz y dijo Nase. Luego rozó mis labios y dijo Lippen. Después los ojos, Augen. El pelo, Haar. Y la oreja, Ohr. Y cuando tocó mi barbilla y dijo Kinn, planté la mano en su seno. Brust. Pensé que se refería a mi brusquedad. O que me había hablado como esos amos que dan órdenes a sus perros en alemán para que obedezcan más a gusto. Pero no era así. Entonces acaricié su pezón hasta que se erizó como una flor recién regada. Nos sonreímos los dos y ella bajó la mano hasta mi polla y la nombró en alemán, der Pennis, sin poder evitar sonrojarse. No, le dije yo, seguro que nadie lo llama así, con ese nombre científico, ¿verdad? La polla, decimos los españoles. ¿La polla? Sí. Der Schwanz. Sus manos aún estaban aceitosas de la crema y la lección de anatomía lingüística había logrado excitarme de nuevo. Pasé mi antebrazo por su entrepierna y la alcé con fuerza. Después me empleé en excitarla, buscando los pliegues y las terminaciones de los huesos, mientras estudiaba la reacción de su boca y de su frente. Hubo algo ahí que estalló de pronto, presa de la sobreestimulación o la acumulada energía del deseo contenido durante tantos años que escapó como el agua de una presa rota. Helga aferró las sábanas con los puños y se dejó ir con algún grito y unos gemidos tan potentes que yo le tapé la boca preocupado por lo que pensarían sus vecinos alemanes, acostumbrados al silencio de la divorciada solitaria del segundo. Disfruté de pronto de la labor esmerada hasta ver correrse de manera tan conmovedora a esa mujer.
Blitz, de David Trueba (2015)
Fotografía de Clélia Odette, perteneciente al proyecto Belles Mômes