Yo fui el amante, uno de los amantes de aquella mujer. No hubo seducción. Un día, a solas con ella, una mirada y un gesto suyos me dieron la sensación punzante de su... facilidad. Supe ser atrevido y vencí. Era una mujer de fuego. No había refinamiento voluptuoso que ignorase. Hábil como una cortesana; pero lo increíble, lo asombroso no estaba en su frenesí corporal, sino en las frases de lubricidad terrible que brotaban de su boca. Daba miedo oírla. ¿Dónde había aprendido aquel «argot» de prostíbulo, aquella jerigonza de meretrices y de «apaches»? No quiso decírmelo, pero comprendí que la vestal, que la sabia, había buscado amores en los bajos fondos sociales y que, al igual de la Germinia Lacerteux de la Goncourt —y de otras mujeres de la vida real— tenía esa doblez de carácter que permite ocultar lo morboso, lo podrido de nuestro ser.
Yo, padre, fui una víctima de su extraña seducción. Llegué a enamorarme de ella, furiosamente: de su talento, de su vicio, de su historia... Una aberración.
Fueron unos amores violentos, desgarrantes, extenuantes. Yo no podía vivir sin sus palabras, sin su voz. Le propuse el matrimonio. Nada quería saber de su pasado. Mi temperamento y mi cultura me impedían tener celos retrospectivos. Me dio esperanzas algún tiempo. Cuando no podía verme llegaban sus cartas a consolarme. ¡Qué cartas! Obras maestras de exaltación sexual, de satanismo, de histerismo. Un hombre normal las habría roto indignado, asqueado. Un psiquiatra las habría recogido como «documentos» sobre la locura ninfómana. Yo las leía constantemente, voluptuosamente, estremecido de ansias inconfesables.
Fragmento de La vestal, cuento de Alberto Insúa publicado en la revista Flirt en 1922
Imagen de Leah Schrager