Aún no contaba quince años y ya poseía los talentos a los que la mayoría de los políticos debe su reputación; pero todavía estaba en los primeros rudimentos de la ciencia que quería adquirir.
Ya supondrá usted que, como todas las jovencitas, yo procuraba adivinar el amor y sus placeres; más, no habiendo estado en un convento, no contando con ninguna amiga íntima y dependiendo de una madre vigilante, no tenía de ello más que ideas vagas que no podía concretar; la misma naturaleza, que tan generosa ha sido conmigo después, no me daba indicio alguno. Se hubiera dicho que trabajaba silenciosamente en perfeccionar su obra. Sólo mi cabeza fermentaba; no deseaba gozar, quería saber; el deseo de instruirme me sugirió los medios.
Me di cuenta de que el único hombre con quien podía hablar de tal asunto sin comprometerme era mi confesor. Inmediatamente tomé mi partido; vencí mi rubor; y jactándome de una falta que no había cometido, me acusé de haber hecho todo lo que hacen las mujeres. Tal fue mi expresión; pero al hablar así, no sabía qué idea expresaba. Mi esperanza no fue ni del todo defraudada ni por completo satisfecha; el temor a venderme me impedía ilustrarme; pero el buen padre juzgó tan grave el mal que yo hice la deducción de que había de ser extremado el placer; y al deseo de conocerlo sucedió el de gozarlo.
Las relaciones peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos (1782)
Ilustración de Paul-Émile Bécat para la edición francesa de 1949