Tengo cincuenta y siete años y la idea de tener que recomponer mi vida tras haber llegado hasta el miserable punto donde ahora me hallo, se me antoja complicadísima y, sencillamente, les guste o no, me da una pereza inmensa. Además temo que por muchos esfuerzos que hiciera en esa dirección, me vería inevitablemente abocado al más estrepitoso fracaso. El motivo de mi pesimismo radica en la absoluta certeza de que voy a morir muy pronto, sin dilación. Es más, creo que ya estoy empezando. Juro que no estoy haciendo ningún tipo de comedia para llamar la atención, juro que lo mío es grave y que me queda muy poco tiempo ya en este valle de lágrimas. ¿Quieren que les diga lisa y llanamente cuál es el motivo de mi futura suerte? Pues, helo aquí sin más preámbulos.
Es posible que nunca hombre alguno se haya encontrado en una situación tan grotesca como la que ahora me abruma. Me encuentro echado boca arriba en una cama que no es la mía. Naturalmente, esto no sería excepcional si la cama en cuestión no perteneciera a una mujer de cuerpo superlativo, inmenso y blando, cuyo sexo estoy lamiendo. Para que yo pudiera llevar a cabo tan delicada misión, ha colocado la inmensidad sofocante que son sus nalgas sobre mi atribulado rostro. Desde el primer momento sospeché que me asfixiaría sin remedio; ahora, en cambio, la sospecha ha crecido hasta convertirse en ineludible certidumbre: me estoy asfixiando. El aire se ha enrarecido tanto que ya casi no puedo respirar: he aquí el motivo de mi prisa. Ustedes pensarán probablemente, y con toda la razón del mundo, que la solución a mi problema no deja de ser bastante banal y que me bastaría con abrir la boca y gritar: «¡Detente Daniela, por favor, que me ahogo!» Pero es ahí, precisamente ahí, donde está el meollo de la cuestión: cada vez que intento abrir la boca encima de la que Daniela restriega una y otra vez su vulva, la caricia involuntaria de mis labios le provoca más placer aún, con lo cual, su movimiento se hace más perentorio y el grado de mi asfixia aumenta notablemente. Por ello he decidido serenar mis ánimos y gozar de esta muerte lenta y elefantiásica, amorrado a un sexo enorme que se me traga poco a poco y donde supongo que acabaré enteramente sumergido y con los pies colgando. Una excelente mortaja, sí señor. Y como al parecer el útero de esta mole humana, de esta catarata de carne succionadora, es lo suficientemente elástico como para albergarme enterito, es posible que la pobre no se enterara hasta unos días más tarde. Y yo ya estaría violeta y tieso, macerado en toda clase de jugos de globo gigante.
No querría de ninguna manera que se culpara a la pobre Daniela de mi muerte; ella no es más que el instrumento ciego e inconsciente de mi defunción. Que no recaiga pues la ira sobre ella porque fui yo, sí, yo, un hombre más bien raquítico y escuchimizado, 'quien la persiguió por toda la ciudad hasta conseguir, tras su inicial negativa, que se encamara conmigo. Por consiguiente, la pobre tiene más alma de hermanita de la caridad que de sádica asesina.
He aquí los motivos que me impulsaron a los brazos y al coño de Daniela, a ese cuerpo incontenible, incompatible con sujetadores, bragas y fajas, cuerpo expansivo donde los haya, una deliciosa mole en la que hundirse, inhibirse de todo y morir. ¡Oh, Daniela, nunca sabrás cuánto te he buscado y cuánto te amo ahora, mi amor póstumo! ¡Mi última felicidad, tal vez la única!
Fragmento del cuento Pascualino y los globos, de Mercedes Abad, incluido en Ligeros libertinajes sabáticos (1986)
Ilustración de Namio Harukawa