
Tengo el cuadro en esta misma habitación, conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente alterado a causa de mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Erica lo contempló por primera vez se encontraba a poca distancia de donde yo estoy sentado ahora. Lo examinó pausadamente y dijo:
—Es como presenciar el sueño de otra persona, ¿no te parece?
Al volverme hacia el cuadro, impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer tenía los labios entreabiertos y sus dos incisivos centrales eran levemente prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y un poco más largos de lo debido, como si fueran los de un animal. Entonces reparé en un cardenal situado debajo de la rodilla. Lo había visto antes, pero en ese instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso en uno de sus bordes pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y recorrí la silueta de la contusión. El gesto me excitó, y me volví para mirar a Erica. Era un cálido día de septiembre y tenía los brazos desnudos. Me incliné sobre ella, besé sus hombros pecosos y a continuación le separé los cabellos de la nuca y deposité los labios sobre la suave piel que ocultaban. Arrodillándome frente a ella, le alcé la falda, deslicé los dedos a lo largo de sus muslos y la acaricié con la lengua. Sus rodillas se doblaron ligeramente. Se quitó las bragas, las arrojó sobre el sofá con una sonrisa y me empujó suavemente hacia atrás para tenderme en el suelo. Luego se encaramó a horcajadas sobre mí, y al besarme su cabellera me acarició el rostro. Se enderezó, se despojó de la camiseta y se quitó el sujetador. Me encantaba esa perspectiva de su cuerpo. Le acaricié los pechos y mis dedos dibujaron un círculo en torno al lunar, redondo y perfecto, que adorna su seno izquierdo, pero ella volvió a inclinarse. Me besó en la frente y en los pómulos y en la barbilla, y comenzó a debatirse con la cremallera del pantalón.
En aquella época Erica y yo vivíamos en un estado de excitación sexual casi constante. Prácticamente cualquier cosa podía disparar una salvaje sesión de abrazos en la cama, en el suelo o, en cierta ocasión, en la mesa del comedor. Ya desde el instituto, mi vida había sido una sucesión de novias que iban y venían. Había tenido algunas aventuras fugaces y otras más duraderas, pero entre unas y otras siempre se habían producido tiempos muertos, dolorosos intervalos desprovistos de mujeres y de sexo. Erica decía que el sufrimiento había hecho de mí un mejor amante, que gracias a él había aprendido a dar importancia al cuerpo de las mujeres. No obstante, si aquella tarde hicimos el amor fue por el cuadro. A menudo me he preguntado desde cuándo podría haber comenzado a encontrar erótica la imagen de una lesión en el cuerpo de una mujer. Más tarde, Erica me dijo que en su opinión aquel mecanismo de respuesta había tenido algo que ver con el deseo de dejar una huella en el cuerpo de otra persona.
—La piel es frágil —dijo—. Nos cortamos y nos magullamos con facilidad. Y tampoco es que parezca que le han pegado una paliza, ni nada por el estilo. Es un diminuto cardenal, normal y corriente, pero el modo en que está pintado lo hace destacar. Es como si al artista le hubiese encantado hacerlo, como si hubiera querido representar una pequeña herida que pudiese durar para siempre.
Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt (2003)