Volvía a casa. Mantenía relaciones sexuales solo con Sylvia, en las que yo me corría sin demasiado placer y ella no se corría. Nuestro eléctrico frenesí –contorsiones, convulsiones, meneos, besos feroces– nos dejaba aniquilados y cachondos, necesitados de algún otro, de algo más. Yo me decía que no lo necesitaba, no era importante, aunque miraba a las mujeres en el metro y en las calles y mi cuerpo me desmentía. No buscaba una mujer que me consolara y ni siquiera una mujer a la que pudiese hablar sin incitar a la violencia. Mi cuerpo ansiaba. Esa era mi infidelidad secreta, nunca confesada en mis diarios. Pese a la infelicidad cotidiana del matrimonio, escribía que amaba a Sylvia. Lo escribía una y otra vez en mis diarios y me enjugaba las lágrimas sinceras y patéticas de los ojos. «Amo a Sylvia.»
Pero, para vergüenza mía, mi cuerpo deseaba ardientemente a la mujer negra con tacones altos y traje de tweed que se encontraba ami lado, mientras esperábamos el tren D en la estación de la calle Cuatro Oeste. No había nadie más en el andén y ella se encontraba más cerca de lo debido. La excitación sexual me sobrevino y me dejó sin aliento. ¿Querría comenzar una conversación conmigo? Yo nunca había conocido algo así. El matrimonio con Sylvia me había inspirado un imperativo aterrador: necesitaba otra mujer. No habría podido decir una palabra a aquella mujer sin parecer un perturbado criminal. También debo citar a la mujer que iba conduciendo un Porsche plateado por la esquina de las calles Cuatro Oeste y MacDougal. El coche se detuvo un instante delante de mí. Ella me miró fijamente. Decía que, si yo aprovechaba aquella oportunidad, nuestra vida en común estaba a punto de comenzar. Bastaba con dar unos pasos, abrir la portezuela y deslizarme dentro. Ella me llevaría lejos de allí y nunca regresaríamos. Y también había una joven madre portorriqueña que llevaba una bolsa de la compra y parecía muy cansada y hermosamente atractiva con la bondad de su entrega, su sacrificio. Me inspiró amor. Quería follarla. Tenía unos labios magníficos y grandes ojos verdes. Aquellas mujeres se quedaron grabadas al instante en mis nervios y mis huesos. Nunca les dije nada, nunca volví a verlas. Las recordé con amor y desesperación. Empecé a recordarlas aun antes de perderlas de vista, como si nunca hubieran sido sino recuerdos, figuras de una vida anterior y más feliz.
Sylvia, de Leonard Michaels (1992)
Pintura: Sunlight in cafeteria, de Edward Hopper (1958)