La hermosa dama de mármol tosía y apretaba aún más alrededor de sus hombros las oscuras pieles de marta cebellina que ribeteaban su abrigo.
–Os agradezco esa lección de clasicismo que acabáis de darme –replicaba yo–‚ pero lo que no podéis negar es que tanto en vuestro jovial y soleado mundo como en el nuestro, envuelto en brumas, el varón y la mujer son enemigos por naturaleza, y que el amor los une por breve tiempo, haciendo de ellos un único ser, capaz de un único pensar, un único sentir, un único
desear, para luego desunirlos todavía más; y quien entonces no es capaz de imponer su yugo..., pero eso lo sabéis vos mejor que yo..., quien entonces no es capaz de imponer su yugo, sentirá pronto en su nuca el pie del otro...
–De ordinario es el varón el que siente sobre sí el pie de la hembra –exclamaba burlona y arrogante doña Venus–‚ y eso sí que lo sabéis vos mejor que yo.
–Sin duda, y justo por ello no me hago ilusiones.
–O sea, que ahora sois mi esclavo sin ilusiones y yo, a cambio, os pisotearé sin piedad.
–¡Madame!
–¿Aún no me conocéis? Sí, soy cruel..., ya que tanto os gusta esa palabra...; ¿y es que no tengo derecho a serlo? El varón es el que desea, la hembra es la deseada; ésa es su única, pero decisiva ventaja; merced a la pasión del varón la naturaleza lo ha entregado a la mujer, y la que no sabe convertir al varón en su súbdito, en su esclavo, incluso en su juguete, y que no sabe a la postre traicionarlo entre risas, no es una mujer inteligente.
–Esos principios vuestros, Madame... –objetaba yo indignado.
–Estos principios míos –respondía ella con sarcasmo, mientras sus hermosos pies jugaban con las oscuras pieles–, estos principios míos se basan en una experiencia milenaria. Cuanto más fácilmente se entregue la hembra, tanto más pronto se volverá frío y dominador el varón; pero cuanto más cruel y desleal sea ella, cuanto más lo maltrate, cuanto más despiadadamente juegue con él, cuanto menos compasión muestre, tanto más excitará la sensualidad del hombre y más amada y adorada será por él. Así ha sido siempre, desde los tiempos de Helena y Dalila hasta los de Catalina II y Lola Montes.
–No puedo negarlo –decía yo–‚ nada hay que pueda excitar tanto al varón como la estampa de una déspota bella, voluptuosa y cruel, que, arrogante y desconsiderada, cambia de favoritos como le viene en gana...
–Y que además va envuelta en un abrigo de pieles –exclamaba la diosa.
La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher–Masoch (1870)
Ilustración de Namio Harukawa