emperifollados

Anne Cumming

Los timbrazos no cesaban. Tenía que ser alguien que conocía mis costumbres, el tamaño del piso y mi resistencia a responder a las llamadas telefónicas. Probablemente se trataba de uno de mis amantes de jornada parcial, pero ¿cuál de ellos?
–Hola, Anne. ¿Dónde has estado todo el día?
–Atendiendo a los deberes familiares.
–¿Te apetece un poco de marcha?
–Siempre me apetece un poco de marcha, ése es mi problema.
–No es un problema, Anne: es tu fuerza. Es lo que te mantiene joven.
–Ven entonces. Comenzaba a sentirme de acuerdo con mis años.
Colgué y por unos instantes no pude recordar cuál de mis jóvenes amantes era el que iba a venir. Lo asombroso era que no me importaba.
Más tarde, cuando fui a abrir, me di cuenta de lo afortunada que era. A los cincuenta años había organizado mi vida de acuerdo con una agradable pauta, basada en la disciplina y el equilibrio de trabajo y diversión con algunos toques de desenfreno. Mi trabajo de relaciones públicas para las grandes compañías cinematográficas casaba a la perfección con mi estilo de vida. También exigía disciplina y equilibrio, y las películas aportaban el toque de desenfreno. Nunca me aburría. El aburrimiento es mortal y a mí me gustaba vivir.
El timbre de la puerta sonó con brío: era un timbrazo alegre y juvenil.
–Querida –exclamó el joven en cuanto cruzó la puerta y me rodeó con sus fuertes brazos–. Tendrá que ser algo rapidito. ¿No te importa? Tengo que partir para Milán dentro de media hora y sólo quería sentirte y acariciarte antes de marcharme.
–Claro que no me importa. Me gusta que quieras sentirme. El sentimiento es amistad. La cópula es comunicación. Quiero ser deseada: la sexualidad consiste en esto.
Cruzamos el recibidor y entramos en la sala de estar, donde volvió a abrazarme y me besó con dulzura. Su lengua mariposeó al principio alrededor de la mía y después se hundió profundamente en mi boca.
–Es una lástima que no dispongamos de más tiempo –dijo cuando se apartó para recuperar el aliento.
–Lo que cuenta es la fuerza del deseo –respondí–. No el tiempo.
Entramos en el dormitorio, pero no nos desnudamos del todo. Sonreí cuando terminamos.
–Nunca subestimes el valor de un polvo de cinco minutos –dije.

El hábito del amor. Confesiones sexuales de una mujer mayor, de Anne Cumming (1977)
Ilustración de Cécile Dormeau (2015)

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