emperifollados

Max Aub


La suave suavidad suave. Solo la repetición del vocablo da, lejanamente, un eco, un vaho de esa sensación de aterciopelada suavidad de los senos de Matilde cuando los sostiene, en cuenco, en las palmas de la mano.
El viento baja por el claro y se arremolina sobre el pecho de Matilde sin que ella lo sienta. Nota el calor de las manos de Enrique, le parecen suyas. Su calor se le infiltra por las venas, como si él le vertiera vino caliente en el corazón, y el corazón, obediente, reexpidiera el aterciopelado brebaje hasta la punta de sus cabellos castaños.
La vida del hombre se ha condensado en las palmas de sus manos: el peso vivo y tibio de los pechos de Matilde, y, apoyado en el nacer del delta de sus manos, la cumbre suavísima de los pezones. Ahora los favorecidos son el medio y el índice, pero ya, para borrar favores inmerecidos, pasan lentos entre el medio y el anular.
Laderas mollares, ni sol, ni luna, ni tierra, ni fuego, ni mar, ni remanso, ni el placer de nadar, ni el de correr, ni licor comparable. Enrique los quisiera ver un día sin dejarse vencer por la inmediata necesidad de tocarlos; no puede. Los mira, los remira, sí, después de sobados, de habérselos entrañado, pero verlos, solo verlos como se ve la hermosura, no lo ha conseguido nunca.
–Tonto, ¿no los has visto ya bastante?

De la blusa de Matilde, incluido en Yo vivo (1934-1936) de Max Aub
Pintura: Study for seascape 17, de Tom Wesselmann (1967)

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