Anabella espiritual: los ojos más bellos y dulces que nunca, la boca entreabierta, a punto de hablar.
Irradiaba ternura como sólo una mujer enamorada puede hacerlo. No había arrugas en ella, no existía la edad, era la representación del amor.
—¿Bella, verdad? Martina se morirá de envidia... Puedes también enseñársela a los vecinos, y si quieres, puedes publicarla en un diario de Milán. Hace tanto tiempo que no me ven... Vengan, hace falta una copa.
De nuevo se llenó el vaso, y a pesar de las negativas de Franco también le sirvió a él.
—Ah, queridos míos, hay que vivir, hay que amar, es la única receta para aproximarse a lo eterno... Por eso les conté mis aventuras a las niñas del colegio; no por mala intención, yo no soy una pervertidora de menores, pero quiero que todo mundo sepa, sobre todo esas niñas lindas, tontas, ignorantes, que tal vez nunca se enteren de lo que es el placer. Y sólo miles de placeres, ¡miles!, pueden conducirla a uno, algún día, al amor. Pero las cosas deben hacerse con pasión, sin límite, sin sombra de moral; de otra manera sólo alcanza uno un remedo, una limosna. ¡Qué caras ponían! ¡Qué locura! ¡Qué maravilla saber que el juego del amor es inextinguible!
Terminó su vaso y volvió a llenárselo. Su rostro cada vez se alteraba más.
—¿Del amor? no quieres más bien decir del ¿placer? —preguntó Franco—. Y aún lo segundo, se acaba.
—No siempre, es cuestión de espíritu, de temperamento. Yo estoy decidida a morir haciendo el amor. ¡Ningún sufrimiento habitará en mí, mientras sea capaz de amar!
Se quitó los zapatos y subió los pies en el sofá. Empezó a tararear otra vez Madame Butterfly, y sus ojos se clavaron en Franco. Una sonrisa diferente apareció en sus labios —una sonrisa nueva para ellos que al principio no se percataron de la transformación.
—Mina... vete —pidió Anabella.
—¿Cómo dijiste?
Anabella empezó a desabrocharse su saco George Sand.
—Ve a la cocina, prepara más café...
En lugar de obedecer, Mina se sentó en un sillón, y asombrada vio que Anabella se desvestía: se puso de pie, y, sin ningún pudor se desabrochó el pantalón y lo dejó caer sobre la alfombra. Quedó desnuda. A pesar de la edad su cuerpo era hermoso. Franco, frente a ella, la miró turbado. Anabella empezó a reír.
—¿Soy bella, verdad? Tu rostro es bello también, tu cuerpo debe serlo, quítate la ropa, necesito sentir tu calor.
Franco volteó a ver a Mina, como si ella pudiera decirle qué debía hacer. Pero lo inesperado del acto los tenía a ambos desconcertados. Anabella caminó hacia él murmurando:
—Por favor... por favor...
Franco se levantó. Con voz ronca, le dijo:
—Anabella, estás fuera de razón, no sabes lo que haces.
—Sí sé; siempre he sabido qué quiero hacer, y en este momento te quiero a ti. Vas a gozar mi cuerpo. Tengo una abstinencia de más de diez días, casi soy virgen... Es como si te hubiera estado esperando. Sí; te esperaba a ti... acércate...
Fragmento de El retrato de Anabella, cuento de Sergio Galindo incluido en ¡Oh, hermoso mundo! (1975)
Fotografía de Shelbie Dimond (2023)