Aprendí a masturbarme el verano después de tercero. Leí sobre el tema en un libro sobre la pubertad que lo describía como «tocarte tus partes íntimas hasta que sientas una agradable sensación, como un estornudo». La idea de un estornudo vaginal me parecía vergonzosa y asquerosa como poco, pero era un verano muy aburrido, así que decidí explorar mis opciones.
Durante unos días llevé a cabo acercamientos clínicos, tumbada en la alfombra del único baño de nuestra casa de verano que tenía pestillo. Me toqué usando distintas presiones, ritmos. La sensación era tan agradable como un masaje en los pies. Una tarde, tumbada allí en la alfombra, miré hacia arriba y me encontré cara a cara con un bebé murciélago que colgaba boca abajo de la barra de la cortina. Nos observamos el uno al otro en atónito silencio.
Por fin un día, hacia el final del verano, el duro trabajo tuvo su recompensa y sentí el estornudo, que se pareció más a un ataque epiléptico. Me quedé un rato en la alfombra para recobrar el control, luego me levanté para lavarme las manos. Me miré para asegurarme de que la cara no se había quedado en ninguna mueca extraña y que seguía pareciendo la hija de mis padres, antes de bajar.
A veces de adulta, cuando practico sexo, me vienen a la mente sin esperarlo imágenes del lavabo. El techo de paneles de pino nudoso, comidos como queso suizo. Los sofisticados jabones de mi madre en una cajita sobre la bañera con patas. La cubeta oxidada en la que guardamos el papel higiénico. Puedo oler la madera. Puedo escuchar el motor de los barcos en el lago, mi hermana en su triciclo, porche arriba y porche abajo. Tengo calor. Necesito picar algo. Pero, sobre todo, estoy sola.
No soy ese tipo de chica, de Lena Dunham (2014)
Ilustración de Alix Tanassichiou (2019)