Los primeros contactos con un cuerpo desconocido, las caras las primeras veces, se conservaban en la memoria de Ana como insectos en ámbar. Antes de almacenarlas, las repasaba durante días, viviéndolas: un cine personal, una transmisión íntima para gozar de nuevo. Quedaba en ella un cierto gesto del otro, un movimiento específico que había desatado un rosario de reacciones en su cuerpo y dejado una huella a la que podía recurrir más tarde. Supo, en el momento en que lo sintió tocarla, que algo diferente estaba por sucederle. Otra ráfaga: Elías. Un recuerdo: los dedos jóvenes y torpes, las manos en pleno aprendizaje. La huella que no se borraría jamás. Algo en este hombre la hacía pensar en aquel primero. Recordaría más tarde –mucho más tarde, años después, ya liberada del peso y la opresión– cómo durante varios minutos pensó en una forma de imprimir esas sensaciones para siempre en su piel, hacerlas propias y duraderas, igual que con el tacto de su vecino cuando ambos estaban en la adolescencia. Pero, a diferencia de lo ocurrido con Elías, de lo ocurrido con otros hombres, ese primer encuentro con Héctor eludió su memoria. Esa noche quedó guardada en el limbo, en un espacio al que no pudo volver de manera voluntaria.
Un poco antes de las ocho de la mañana salió de la habitación sin más retazos que guardar que los gestos amables y corteses de la despedida.
Cuando escuches el trueno, de Julieta García González (2017)
Pintura de Nickie Zimov perteneciente a la serie From Nickie Zimov, with LOVE (2022)