Una de esas estatuillas presidía mi mesilla de noche. Era pequeña. Si la rodeaba con mi mano, apenas asomaba la cabeza. Ella fue testigo de mis primeros encuentros con el amor solitario. En la oscuridad de mi habitación, cuando sólo se oía el trajinar de las vecinas fregando los platos de la cena y apenas un hilo de luz rozaba mi ventana, su fosforescencia resplandecía. Un cosquilleo, hasta entonces desconocido, me invadía y mi mano, guiada por una extraña fuerza, bajaba hasta los confines de un pubis aún tierno y despoblado y lo acariciaba con fruición. Noche tras noche se repetía esa ceremonia, de tal forma que sólo ver el resplandor de mi pequeña estatuilla ya mis bragas se mojaban, me hervía la sangre y mi mano se desplazaba. En pocos minutos, conseguía aquella sacudida milagrosa que alborotaba todo mi cuerpo.
He aquí la primera señal.
Entre todas las mujeres, de Isabel Franc (1992)
Escultura: Sainte Barbie, de Soasig Chamaillard (2007)