emperifollados

Annie Ernaux

Antes de irse, se volvía a vestir con calma. Yo le miraba abrocharse la camisa, ponerse los calcetines, los calzoncillos, el pantalón, girarse hacia el espejo para hacerse el nudo de la corbata. En cuanto se hubiera puesto la americana, todo se habría acabado. Yo no era más que tiempo que pasaba a través de mí.
Justo después de su marcha, un agotamiento inmenso me paralizaba. No me ponía a arreglar la casa enseguida. Contemplaba las copas, los platos con restos de comida, el cenicero lleno, la ropa y la lencería dispersas por el pasillo y la habitación, las sábanas colgaban sobre la moqueta. Me haría conservar tal cual aquel desorden en el que cualquier cosa significaba un gesto, un momento, y que componía un lienzo cuyo dolor y fuerza jamás alcanzará para mí cuadro alguno en un museo. Naturalmente, no me lavaba hasta el día siguiente para conservar su esperma.
Calculaba cuántas veces habíamos hecho el amor. Tenía la impresión de que, cada vez, se había añadido algo más a nuestra relación, pero también de que precisamente esta acumulación de gestos y de placer era sin duda lo que iba a alejarnos al uno del otro. Estábamos agotando un capital de deseo. Lo que se ganaba en el orden de la intensidad física se perdía en el del tiempo.
Me sumía en un duermevela durante el cual tenía la sensación de dormir en el cuerpo de él. Al día siguiente, vivía en una especie de entumecimiento en el que se repetía indefinidamente, una y otra vez, una caricia que me había hecho, una palabra que había pronunciado. El no conocía palabras obscenas en francés, o bien no tenía ganas de emplearlas porque para él no tenían ninguna carga de interdicción social: eran palabras tan inocentes como las demás (como lo habrían sido para mí las palabras soeces en su idioma).
En el tren de cercanías, en el supermercado, oía su voz que susurraba «acaríciame el sexo con tu boca». En cierta ocasión, en la estación de la Ópera, sumida en mi ensoñación, dejé pasar sin darme cuenta un metro de la línea que tenía que coger.

Pura pasión, de Annie Ernaux (1992)
Ilustración: L'apres, de Kim Roselier
Annie Ernaux, Kim Roselier, L'apres, Pura pasión
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