Naturalmente, donde había medidas de vigilancia especiales era en los monasterios mixtos, monasterios que, curiosamente, existieron desde el primer momento. Ya en tiempos de Pacomio, los monjes sólo podían visitar a las monjas con permiso de sus superiores y en presencia de «otras madres de confianza», incluso cuando eran familiares. En la santa casa de Alipio, un edificio porticado cerca de Calcedonia, las «santas» guardaban «como regla y precepto, no ser nunca vistas por ojos de hombre». Según las ordenaciones de San Basilio, la confesión de una monja también debía tener lugar en presencia de la superiora, y esta misma sólo podía estar con el director espiritual en contadas ocasiones y por muy poco tiempo.
No obstante, por mucho que las fuentes insistan en subrayar la estricta segregación de hombres y mujeres, con el tiempo los contactos se hicieron cada vez más estrechos, como si precisamente fuese la rigurosa separación lo que más hubiera avivado sus deseos de acercamiento. Los mismos fieles denuncian «que, cuando los monasterios de ambos están cerca, los frailes entran y salen de los conventos de mujeres, viviendo unos y otras en una sola casa» y temen «que las monjas se dediquen a la prostitución».
Apenas podemos hacernos idea de la tenacidad con la que el clero se aferró a aquella institución. En todo caso, en Europa Oriental no se consiguió acabar con ella hasta comienzos del siglo IX y sólo tras prolongada lucha.
En cambio, en Occidente, donde el sistema de los monasterios mixtos —o vecinos— sólo surgió cuando ya estaba condenado en Oriente, se pudo mantener hasta el siglo XVI pese a todas las resistencias eclesiásticas.
En las casas fundadas en 1148 por Gilberto de Sempringham —en las que setecientos monjes y mil cien monjas aspiraban a la santidad, sólo separados por una pared— las conversaciones se hacían a través troneras de un dedo de largo y una pulgada de ancho, que no permitían ver a la otra persona y que, además, estaban constantemente vigiladas por dos monjas, en el interior, y un fraile, en el exterior. Durante las homilías y procesiones del vía crucis, los sexos permanecían separados por cortinas, y las monjas no podían cantar ni siquiera en la iglesia, para no poner en peligro a los ascetas. Sin embargo, a «casi todas las santas doncellas» les hicieron «una barriga».
Historia Sexual del Cristianismo, de Karlheinz Deschner (1974)
Pintura: Die versündigung (El pecado) de Heinrich Lossow (1880 aprox.)