Hemos aprendido culturalmente que el deseo es algo que te atraviesa de repente y no puedes hacer nada para resistirlo. Esa sensación totalizadora y paralizante es una de las más poetizadas y más perseguidas en el contexto de la modernidad. Podemos repasar las investigaciones de Eva Illouz para ver de qué manera se fue construyendo ese tipo de deseo en la Europa del siglo XIX, y solo tenemos que ir a cualquier cine a ver una película al azar para comprender de qué manera esa idea del deseo se ha ido instalando en nosotras como una verdad inmutable. Hemos sentido ese deseo, sin duda alguna. Pero haberlo sentido no significa que no sea una construcción social. También experimentamos el miedo a los
zombies o sentimos temor al pensarnos en un cementerio de noche y sabemos que ese miedo ha sido construido (de manera colonial, por cierto, y os recomiendo seguir la genealogía de la construcción del
zombie y las plantaciones de algodón, que es también un tema revelador).
El deseo, además de construido, tiene mucho de autosugestionado. Si nos observamos con detenimiento, en muchas ocasiones hemos sentido deseo hacia alguien cuando esa persona ha mostrado deseo hacia nosotras, no previamente. Ni nos habíamos fijado, solemos decir, y es totalmente cierto. Pero de repente se vuelve deseable por arte de su deseo hacia nosotras. La imagen que nos devuelve el deseo ajeno es sin duda uno de los componentes del propio deseo, enfatizado para responder a esa mirada y conservarla sobre nosotras. También la popularidad genera deseo, el famoso capital social, que demuestra que esta emoción tiene mucho de sugestión colectiva y menos de inevitabilidad de lo que creemos.
Por supuesto, el deseo es dirigido socialmente. Nos permitimos desear solo a las personas que tenemos permitido desear y cualquier otra proyección está altamente penalizada como perversa. Un vistazo a cualquier página porno nos muestra qué es calificado como anormal, y solo hace falta mirar a nuestro alrededor para comprobar que las disidencias a este nivel son escasas. Todo el mundo desea a alguien «que le encaje» incluso a nivel estético, a nivel de clase, a nivel de género, por edad, hasta por altura. Pero todas sabemos que cuando nos dejamos fantasear y sentir, nuestras fantasías no nacen tan bien organizadas...
El deseo es, además, una emoción dramática. Una especie de terremoto, una espiral que nos envuelve y toma el control de nosotras. Cuando aparece el deseo, el mundo se para y esa nueva situación toma la centralidad de nuestros pensamientos, de nuestras conversaciones y de nuestras ensoñaciones. Es concebido, por lo tanto, como una emoción tremendamente poderosa y completamente irrefrenable.
Por si fuera poco, no va solo ligado a sí mismo, sino encadenado a toda la escalada del sistema romántico que le confiere mucho más poder aún, pues es la base de una proyección total de nuestra persona y de la otra persona en términos morales, emocionales, sociales y culturales. Una amiga me preguntaba una vez si yo me acostaba con mujeres que no me caían bien, y me pareció una pregunta muy significativa en referencia al abanico del deseo. ¿Qué relación hay entre resultarse simpática con el deseo sexual sino es a través de este abanico cerrado que aúne todos estos estadios?
El deseo y la manera en que lo experimentamos, por lo tanto, es un mecanismo social sobre el que tenemos agencia, aunque parece que ignoramos tenerla.