emperifollados

Junichiro Tanizaki

Durante mucho tiempo, Seikichi acarició el deseo de crear una obra maestra en la piel de una mujer hermosa. Semejante mujer habría de reunir tantas perfecciones de carácter como físicas. Un rostro encantador y un hermoso cuerpo no le habrían satisfecho. Aunque inspeccionaba cuantas bellezas reinaban en los alegres barrios de Edo, no encontró ninguna que satisficiese sus exigentes pretensiones. Transcurrieron varios años sin encontrarla y el rostro y la figura de la mujer perfecta continuaban obsesionándole. Pero no quiso perder la esperanza.
Una tarde de verano, durante el cuarto año de búsqueda, sucedió que Seikichi, al pasar por el restaurante Hirasei, en el distrito Fukagawa de Edo, no lejos de su casa, vio un pie desnudo de mujer, blanco como la leche, asomando por entre las cortinas de un palanquín que estaba partiendo. Para su experta mirada, un pie humano era tan expresivo como un rostro. Aquél era el colmo de la perfección. Dedos exquisitamente cincelados, uñas como las iridiscentes conchas del acantilado de Enoshima, bañada en las límpidas aguas de un manantial de montaña, se trataba, en fin, de un pie digno de ser nutrido por la sangre de los hombres, de un pie hecho para pisotear sus cuerpos. Seguramente, aquél era el pie de la única mujer que durante tanto tiempo se le había ocultado. Ansioso por vislumbrar su cara, Seikichi empezó a seguir al palanquín. Pero, tras perseguirlo por callejuelas y avenidas, lo perdió por completo de vista.
El deseo de Seikichi, durante tanto tiempo contenido, se convirtió en amor apasionado. Una mañana, ya muy entrada la primavera siguiente, se encontraba en el balcón, adornado por los bambúes floridos, de su casa de Fukagawa contemplando una maceta de lirios omoto, cuando oyó a alguien junto a la puerta de su jardín. Por la esquina del seto interior apareció una muchacha. Le llevaba un recado de una amiga suya, geisha del cercano barrio de Tatsumi.
–Mi ama me ha dicho que le entregue esta capa y dice que si tendría la amabilidad de decorar el forro –dijo la muchacha. Desató un paquete de ropa color azafrán y saco una capa de seda, de mujer (envuelta en un pliego de papel grueso en el que estaba impreso un retrato del actor Tojako), y una carta.
La carta repetía su amistosa petición y continuaba diciendo que su portadora empezaría pronto la carrera de geisha bajo su protección. Esperaba que, sin echar en olvido los viejos vínculos, extendiese su protección a esta muchacha.
–Creo que es la primera vez que la veo –dijo Seikichi escrutándola con insistencia. Parecía no tener más de quince o dieciséis años, pero su rostro mostraba una belleza extrañamente madura, un aspecto de experiencia, como si ya hubiese pasado varios años en el alegre barrio y hubiese fascinado a incontables hombres. Su belleza reflejaba los sueños de generaciones de hombres y mujeres seductores que habían vivido y muerto en la vasta capital donde estaban concentrados los pecados y las riquezas de todo el país.
Seikichi le ofreció asiento en el balcón y estudió sus delicados pies, desnudos salvo unas elegantes sandalias de paja.
–Tú saliste del palanquín del Hirasei una noche de julio pasado, ¿no es cierto? –le preguntó.
–Supongo que sí –contestó ella, sonriendo ante la extraña pregunta–. Mi padre vivía todavía y me llevaba con frecuencia allí.
–Te he estado esperando durante cinco años. Es la primera vez que te veo la cara, pero recuerdo tu pie…

Tatuaje, de Junichiro Tanizaki (1910)
Ilustración: Yokugo no onna, de Goyō Hashiguchi (1915)
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