Afuera, a dos pasos del pueblo, estalla un violento golpe de trueno. Al mismo tiempo que el cielo se rompe para liberar la lluvia que esperábamos desde hace meses, mi represa cede y es la debacle en mí. Me lanzo sobre mi Juan, segura de esa certeza de la vida que tenemos nosotras las mujeres, que nos hace caminar a pasos decididos y saltar cualquier barrera. Tomo, muerdo, golpeo, no sé dónde estoy, disparo, pierdo la conciencia. Grito cuando el placer me invade. La fuerza y la profundidad de ese placer son tan inesperadas que pienso en un momento que voy a morir o volverme loca. Él se retira espantado, creyendo haberme dañado. Lo hago volver a mí para ir hasta el final de un viaje que me deja agotada y temblorosa.
La noche corre repleta de lluvia, del hambre de nuestros cuerpos, de grandes momentos de ternura y caricias. Es la vida quien penetra en la tierra y en mi cuerpo. Descubro las maravillosas herramientas que son sus manos de hombre sobre mí. Aprecio su fuerza y su suavidad, su violencia y su fervor. Mientras el amanecer se ilumina con la lluvia que se calma, casi no puedo hablar. Me duele la garganta de haber gritado tanto. Le explico sin embargo la felicidad de mis gritos. Me dice que cuando se echa a reír es para liberar su placer y no para burlarse de mí. Hablamos y este intercambio de palabras no nos abandonará nunca.
El hombre semen, de Violette Ailhaud (1952)
Pintura: Liebespaar, de Otto Mühl (1983)