Hacía menos calor que de costumbre. René, que había estado nadando durante parte de la mañana, dormía en el sofá de una habitación fresca de la planta baja. Jacqueline, molesta al ver que prefería dormir, se reunió con O en su alcoba. El mar y el sol la habían dorado todavía más: su cabello, sus cejas, sus pestañas, el vello del vientre y las axilas parecían espolvoreados de plata y, como no iba en absoluto maquillada, sus labios tenían el mismo tono rosado que la carne del surco de su vientre. Para que Sir Stephen —cuya presencia invisible, se decía O, ella hubiera adivinado, presentido, percibido, de haber estado en el lugar de Jacqueline—, para que Sir Stephen pudiera verla bien, O procuró levantarle las piernas varias veces y mantenérselas abiertas a plena luz: la lámpara de la mesita de noche estaba encendida. Los postigos estaban cerrados y la habitación, casi a oscuras, pese a las rayas de luz que se filtraban a través de las rendijas de la madera. Jacqueline gimió más de una hora con las caricias de O y, al fin, con los senos erguidos, los brazos levantados, apretando los barrotes de la cabecera de la cama estilo italiano, empezó a gritar cuando O, separando los lóbulos orlados de pálido vello, mordió lentamente la cresta de carne sobre la que se unían, entre los muslos, los finos y suaves labios. O la sentía arder, rígida bajo su lengua y la hizo gritar sin pausa hasta que se distendió bruscamente, con todos los resortes rotos, húmeda de placer. Luego, la envió a su habitación, donde se durmió; pero estaba ya despierta y arreglada cuando, a las cinco, René fue a buscarla para salir al mar con Natalie en un pequeño bote de vela, como solían hacer a última hora de la tarde, aprovechando la suave brisa que entonces se levantaba.
Historia de O, de Pauline Réage (1954)
Ilustración: Voyeur, de Bill Edwards