En toda su vida jamás había oído a sus padres expresar un pensamiento sobre sexo, jamás les había visto desnudos, jamás había oído crujir su cama de noche con caricias amorosas. Suponía que aún hacían el amor, pero no podía estar seguro. Si bien no sabía lo activo que podía resultar su abuelo con su amante a los sesenta años, recientemente su abuela le había confiado en un momento de amargura que no habían hecho el amor desde 1936. De cualquier manera, había sido un pésimo amante, añadió ella enseguida, y mientras Harold digería esas palabras se preguntó por primera vez si su abuela no tendría amantes secretos. Lo dudaba seriamente, ya que jamás había visto hombres por su casa ni a ella saliendo de allí a menudo, pero sí recordó que hacía un año había descubierto para su sorpresa una novela erótica romántica en su biblioteca. Estaba cubierta por papel de estraza y en la página de derechos se citaba el nombre de una editorial francesa, y abajo la fecha, 1909. Mientras su abuela dormía la siesta, Harold se sentó en el suelo a leer una y luego dos veces la novela de cien páginas, fascinado por el argumento y sorprendido por su explícito lenguaje. La historia describía las infelices vidas sexuales de varias jóvenes en Europa y Oriente que, después de dejar desesperadas sus pueblos y aldeas, llegaban a Marruecos y caían cautivas de un pachá que las tenía recluidas en un serrallo. Un día, cuando el pachá estaba de viaje, una de las mujeres vio por la ventana a un apuesto capitán de barco y, haciéndole subir las escaleras, hizo el amor con él de forma apasionada; luego hicieron lo mismo sus demás compañeras, haciendo pausas para revelarle al capitán los sórdidos detalles de su pasado que las habían llevado hasta allí. En visitas posteriores, Harold leyó el libro con tanta frecuencia que casi podía recitar de memoria pasajes enteros.
Sus suaves brazos me abrazaban y nuestros labios se encontraron en un beso prolongado y delicioso, durante el cual mi falo estuvo apoyado contra su suave y cálido estómago. Luego ella se puso de puntillas, lo que le puso contra el espeso pelo en donde terminaba el estómago. Con una mano guié mi falo a la entrada, que lo recibió con ganas, mientras que con la otra mano apreté sus nalgas redondas contra mí…
La mujer de tu prójimo, de Gay Talese (1981)